Hay personas que deben ser recordadas y hay frases que deben ser publicadas. Vendimiador de almas. Así fue definido Antonio León por el poeta gaditano José María Pemán durante su estancia en Montilla en 1958 cuando se ocupaba de pregonar las virtudes del nuevo mosto en la III Fiesta de la Vendimia.

Corre el calendario de las incontables jornadas, a las que todos llegamos y de las que todos pasamos, y después de ochenta años desafiando a las horas que en nuestra diaria vida se nos escapan, como si se tratase de la cuerda de un viejo reloj, el corazón de don Antonio se ha parado.
Comenzó a contar los días en Montilla por julio de 1954, con apenas veinticuatro años se bajaba de un destartalado tren con una maleta –repleta de ilusiones y proyectos–, su libro de horas, su sotana y su rosario; y cincuenta y cuatro años después, en julio de 2008, se marchó a Córdoba. Una activa vida como la de este sacerdote da para un buen artículo colmado de fechas, ilustraciones y elogiosas palabras para quien ha dedicado su vida a la cruz y a los evangelios, a la caridad y a la educación, por estos pagos de la fértil campiña montillana.

Pero ahora no hay espacio ni es momento para dedicar grandes salvas al joven sacerdote que llegó de Los Blázquez, ni al que fuera párroco de Santiago, arcipreste de Montilla, primer consiliario de la Agrupación de Cofradías, fundador de la cooperativa de Ntra. Sra. de la Aurora, ni al canónigo honorario de la santa iglesia catedral de Córdoba, pues tanto nombramiento no es más que la trayectoria de un intachable devenir religioso, social y público.

Pero detrás de todo estaba la persona, un Antonio León cercano, íntimo, amigo de sus amigos, de quien tanto se desconoce. Un hombre lleno de vivencias y anécdotas –todas montillanas– plasmadas en la memoria de la segunda mitad del siglo XX de nuestra ciudad, un arcipreste protagonista de un período marcado por los constantes cambios en el seno de la Iglesia y por el imparable avance y progreso de la sociedad.
Tantos días de tertulia dieron para conocer el universo interior de quien, a pesar de la distancia generacional, me consideró su amigo. De las devociones y episodios de su vida montillana, Antonio León siempre tuvo presente su predilección hacia San Juan de Ávila, a quien veneraba fervorosamente. Por ello me voy a permitir la licencia de desvelar uno de tantos capítulos escritos en el invisible libro de su memoria –que con gran cariño, orgulloso guardaba– y que a su vez mostraba y reflejaba los desconocidos valores del que fuera no pocos lustros custodio y guardián de la morada del Maestro de Santos, por el que trabajó incansablemente hasta coronar su proceso de canonización y, que hasta su último aliento de vida esperaba impaciente su cercano y anhelado doctorado.
Corría el año de 1960, los tejados de la vieja casa –escuela de santos– vislumbraban su hundimiento, la economía parroquial no daba para su arreglo y las puertas de las instituciones oficiales estaban cerradas. Por aquel tiempo, Antonio León recibe como herencia familiar una huerta de naranjos en su pueblo natal, Palma del Río. La gran veneración al entonces Beato Juan de Ávila y sus desvelos por conservar tan sacro e histórico lugar le hacen desprenderse de su legado particular, y decide invertir hasta el último céntimo de aquella herencia en reconstruir las cubiertas del aposento avilista. Gesto merecedor de ser conocido, como otros tantos que tuvo que afrontar, en su medio siglo de apostolado.
Tras aquella reforma, la que fuera residencia del Maestro Ávila durante los últimos años de su vida, continuó siendo visitada por autoridades, personalidades, devotos y pueblo en general, que buscaban en el Padre Ávila un camino franco y espiritual para llegar a Dios.
Hoy, después de tantos años, nos preguntamos por ¿cuántas vivencias de la intrahistoria montillana habría descritas en el invisible libro de memorias del que fuera rector de La Parroquia?, ¿cuántos capítulos como el que hemos narrado se han marchado con Antonio León? Sin duda, la mayoría de ellos. Pues la grandeza de la humildad radica en el silencio de un trabajo paciente y constante.
En un último aliento de fervor hacia su maestro Juan de Ávila, antes de marchar a Córdoba don Antonio donó su ajuar sacerdotal para el uso de la santa casa del Apóstol de Andalucía. Asimismo, legó su fondo bibliográfico avilista y teológico, que fue compilando durante toda su vida para sentar la base de un futuro centro de investigación en la recoleta residencia de la calle San Juan de Dios.
En la última de mis visitas a la Casa Sacerdotal, donde residía a orillas del Guadalquivir, el pasado domingo 29 de noviembre cuando faltaban unos minutos para que el viejo reloj de la Catedral alcanzara la hora tercia, acompañado de la reflexiva soledad y la llorosa lluvia, fui testigo de los últimos latidos de vida terrenal y primeros alientos de tránsito celestial de un amigo, que se llevaba consigo su maleta –repleta de vivencias y recuerdos–, su libro de horas, su sotana y su rosario.
Un día después, volvía a Montilla para cumplir el último de sus deseos, esperar la luz eterna yacente bajo el sagrado mármol de la capilla de San Pedro ad Vincula en su parroquia de Santiago. Y como escribiera San Francisco Solano: es de creer, que según su vida, está gozando de la vida sin muerte.
Antonio Luis Jiménez Barranco
Nuestro Ambiente, diciembre 2009